Maggie amaba a su hijo. De verdad… ¿no? ¿Acaso no era ley de vida? Sin embargo, en los últimos años había cambiado tanto que le era prácticamente un desconocido. Anoche ni siquiera había esperado a que sus padres terminasen el postre para largarse a su habitación, absorto en el dichoso teléfono. Otra vez la noche de cine en familia se había ido al garete.
Vació el contenido del recogedor en la bolsa de basura del carrito de la limpieza. Trataba de no pensar más en su churumbel de 20 años, aquel por quien había dado tanto y por el que ya no estaba segura de nada. Maggie maldijo la moqueta del despacho, donde se pegaba toda la porquería que caía al suelo. Otra vez le tocaría agacharse y rascar, pero antes pasaría la aspiradora. Qué menos que arrodillarse en un suelo un poquito más limpio… Subió el volumen a su viejo móvil para amortiguar el ruido de la aspiradora y se dejó llevar por la música, como siempre hacía cada vez que el mundo parecía querer darle por saco. Ni se dio cuenta cuando su trasero bamboleante tropezó con el cable que cargaba la tablet, tensándolo hasta el punto que arrastró el dispositivo al suelo. Tampoco se percató cuando, en un grácil y apasionado giro, la aspiradora empujó bajo la mesa el cacharro.
Cuando aparcó la aspiradora, Maggie bajó ligeramente el volumen de la música y procedió a fregar las manchas más rebeldes de las paredes, de las estanterías, del escritorio, de las sillas y, por último, de la moqueta. Era tal el brío con el que frotaba el rebelde tejido tras aplicar el quitamanchas, que el estropajo se le escapó bajo la mesa. Entonces, al recogerlo, sus dedos tropezaron con la tablet. Maggie la cogió, comprobó que la pantalla estaba rota, y que un oscuro líquido, quizá el mismo que había manchado el despacho pero que estaba ya reseco, se había esparcido entre las grietas. A parte de eso, el dispositivo parecía impecable e incluso aún se iluminaba. Le pasó una bayeta por encima, teniendo cuidado al frotar el frágil vidrio, pero las manchas de lo que dedujo por el olor era bebida energética no terminaban de marchar. Le echó una rociada de líquido limpiador, esperó unos segundos, y volvió a frotar con un poco más de esmero, hasta que sintió un pinchazo en el dedo. Se había cortado, guante de goma incluido. Maldijo bien alto, se quitó los cascos y los guantes y fue corriendo al baño más cercano. Comprobó que el corte era bien poca cosa, aunque la sangre no dejaba de manar por lo que improvisó un apósito con un trozo de papel higiénico y lo enrolló alrededor del dedo, apretando fuerte.
De vuelta al despacho, rebuscó en los cajones y encontró un rollo de celo entre notas manuscritas y fragmentos de hojas con dibujos garabateados entre textos en diferentes lenguas. Maggie se las apañó para pasar un trozo de cinta adhesiva alrededor del papel higiénico, fijándolo al dedo. Tomó los auriculares junto con los guantes de goma del suelo, suspirando de resignación al ver el agujero en uno de ellos. Se los puso, tapó el agujero con otro trozo de celo, terminó de repasar la habitación con la bayeta, recogió los aperos de limpieza y se dispuso a marcharse. Había dejado la tablet sobre la mesa y, aunque le había parecido que la pantalla se había iluminado un par de veces, ahora el dispositivo yacía inerte sobre la madera. Indecisa, la cogió de nuevo. Las manchas secas entre las grietas ya estaban ahí cuando la cogió, por lo que era imposible que ella la hubiese roto, mas ahora su propia sangre hacía que se remarcasen aún más las líneas. Pensó cuanto había pataleado su hijo por un cacharro de esos hace unos años, hasta que pudieron regalarle uno por su cumpleaños. Y aunque Maggie se sentía atraída por las nuevas tecnologías, todo el mundo se reía de ella cuando hacía algún comentario respecto a los últimos modelos de móviles. Total, ¿para qué quería una chacha un cacharro de esos si no era para cotillear en redes sociales? Pero se dijo entonces que, si estaba trabajando, era precisamente para ahorrar y meterse a estudiar en algún ciclo formativo de informática.
Maggie se mordió los labios, como siempre hacía cuando estaba indecisa, y al final escondió la tablet junto con el cargador en el carrito de la limpieza.
Cuando salió de la facultad ya había amanecido, aunque aún era demasiado pronto para que el alumnado fuese ocupando las aulas. Saludó al bedel al salir, tiró las bolsas de basura al contenedor correspondiente, y se fue a desayunar a uno de los escasos bares con una oferta asequible de café y bocadillo, de esos que aguantaban a pesar de la gentrificación. Envió un mensaje a su cuñado, quien trabajaba en una tienda de reparación de dispositivos, preguntándole cuánto le costaría cambiar la pantalla de una tablet. Aún no había terminado su bocadillo de tortilla cuando recibió la contestación. Dependía del modelo, pero a Maggie le pareció asequible la cifra que su cuñado usó como orientación de manera que, finiquitado su desayuno, se presentó en la tienda de reparaciones. Su cuñado, habituado a la discreción en su trabajo, no preguntó sobre el origen de la tablet cuando la mujer le enseñó el dispositivo. Mas, al sacarlo de la bolsa, a Maggie le extrañó que las manchas de la pantalla hubieran desaparecido, dejando únicamente las grietas en el vidrio. Sin embargo, no le dio más importancia y fue para el pequeño piso que compartía con su hijo.
Al llegar, Maggie hizo caso omiso del estado de la cocina. Ignoró también el olor que procedía del cubo de la ropa sucia, donde se acumulaban toda las prendas que el joven había usado el fin de semana entre el entrenamiento de futbol, salir con los amigos e irse de fiesta. El muchacho se había despertado y terminaba de prepararse para ir a trabajar, y aunque Maggie se le acercó para desearle los buenos días y una feliz jornada con un beso, éste la esquivó con la cara dirigida al móvil. La mujer pudo ver de refilón cómo mensajeaba enviando emoticonos de carcajada, incapaz de entender cómo podía mantener aquel semblante impertérrito mientras le daba continuamente a la carita risueña.
- He dejado la ropa del finde en el cubo - dijo él antes de abrir la puerta -. Ya apestaba en mi cuarto.
- ¿Y por qué no lo hiciste antes? - dijo Maggie, a modo de respuesta.
- ¿No es tu obligación la de recoger la mierda? - dijo él, y cerró la puerta tras de sí.
“¿Mi obligación?” se dijo Maggie, totalmente confusa y sin entender a qué cuento venía esa contestación esta vez. Y aún pudo escuchar cómo su hijo murmuraba mientras bajaba las escaleras “Puta guarra de mierda… Cualquier día me largo de aquí”. Sintió un nuevo aguijón clavarse en su pecho. ¿Qué había hecho ella para que él la tratara así? ¿Cuando le habían cambiado a su dulce niño? Con esos pensamientos, llegó a su dormitorio y se estiró en la cama, durmiéndose de puro cansancio a pesar de estar hecha un mar de llanto.
Y Maggie soñó.
Soñó que estaba frente a un espejo. Cada vez que abría y cerraba los ojos, su ropa cambiaba a cual más elegante. Algunos trajes le recordaban a su infancia, cuando se disfrazaba de princesa, pero ahora los veía de su talla. Su aspecto era el de una atractiva noble de piel oscura, una reina de un país perdido en el Caribe. “Estás preciosa” le decía el reflejo. “Ya, ¿pero de qué me sirve?”, replicó Maggie, con aire abatido. “¿Mejor así”, dijo el reflejo y, acto seguido, justo tras de él, apareció una panorámica grandiosa de la ciudad vista desde las alturas. Maggie se giró y contempló a su alrededor que estaba en una elegante habitación, con una cama enorme junto a un coqueto tocador con taburete a juego. Al fondo localizó un par de puertas que ella misma intuía pertenecían a un vestidor y a un baño privado. La panorámica del espejo era la misma que se podía contemplar desde los ventanales que daban al balcón de la habitación.
“¿O quizá algo más… campestre?”, preguntó el reflejo. La imagen del fondo cambió a una verde campiña, mientras que las paredes de la habitación pasaban a ser de roca y el mobiliario adquiría tonos más rústicos, sin que por ello perdieran ni un ápice de elegancia. Pero Maggie miró el entorno nuevo, tratando de localizar no sabía el qué e ignorando las vistas. “¿Qué estás buscando?”, preguntó el reflejo, a la vez que todo alrededor se volvía de nuevo oscuro e informe. “No estoy segura…”, rumió la mujer, indecisa; “¿Estamos solo nosotras?”, preguntó. Avanzó en la oscuridad hasta que se topó de nuevo con su reflejo, esta vez en el vidrio de una puerta corredera. “¿Acaso se te ocurre mejor compañía?”. Entonces, justo tras el reflejo, apareció una playa. Había un chico de unos 14 años jugando en la arena con un hombre de mediana edad. Maggie los reconoció y no pudo evitar que los ojos se le humedecieran. Era un recuerdo, uno de los últimos momentos en que se sintió verdaderamente feliz, antes de que las circunstancias de la vida los alejaran. “¿En serio? No me lo puedo creer…” exclamó el reflejo, exasperado. “Podrías tener lo que quisieras y sigues pensando en ellos... ¡Olvídate! Ya no sois una familia feliz”. “Pero seguimos siendo una familia”, le respondió Maggie, “Los amo, y los quiero conmigo”.
Maggie despertó, confusa y con los ojos irritados. De alguna manera, aún le parecía estar viendo su reflejo, con un vestido de seda rosa, encogerse de hombros. Fue al baño y descubrió que seguía con el trozo de papel higiénico enrollado en el dedo. La herida aún sangraba si la apretaba y le escoció con el agua caliente de la ducha. Se puso el chandal, dispuesta a pasar la tarde en el sofá para ver si un rato de inacción ayudaba a la herida a cicatrizar, pensando más en la del dedo aunque en su fuero interno la del pecho le era más profunda. Y entonces vio la pila de ropa sucia. De manera automática puso la lavadora y limpió la cocina, y ya que estaba recogió algunos trastos tirados por la casa. Estuvo a punto de entrar en la habitación de su hijo cuando llamaron al timbre. Era su cuñado, que le traía la tablet arreglada. Parecía nueva y Maggie se dio cuenta que tenía un diseño precioso. La mujer se olvidó de hacer nada más en casa y se entretuvo en resetear el dispositivo mientras se ponía delante de la tele. Se bajó aplicaciones para leer ebooks, maquetación de vídeos, editor de textos e imágenes… De todo menos redes sociales.
Su hijo llegó otra vez con cara larga mientras miraba el teléfono. Parecía que cada vez tenía los ojos más hundidos, en contraste al creciente resplandor de la pantalla. Maggie saludó sonriente acercándose a él. Éste dejó que su madre le rodeara con sus brazos sin decir nada, enfrascado en el cacharro. La mujer no sabía si seguía enfadado y, aunque sintió un nuevo pinchazo al recordar las palabras que él le había dedicado al salir, hizo que su mente lo ignorase. Le comunicó con alegría que tenía su ropa tendida, que mañana estaría lista, y que la lasaña para cenar estaría prácticamente descongelada. Maggie ya estaba en la cocina para corroborar esto último cuando escuchó la voz de su hijo.
- Una tablet. Te has comprado una tablet.
Su tono condescendiente acompañaba la ira de sus ojos clavados en el dispositivo que descansaba sobre la mesa.
- Me la he encontrado en el trabajo, abandonada en un despacho vacío. Tu tío le cambió la pantalla rota y ya ves, como nueva. La he reseteado esta tarde y me falta sólo por configurar cuatro cosas.
- Es más potente que la mía - dijo él, echándole un ojo al dispositivo.
- Bueno, creo que son parecidas, por las especificaciones…
- ¿Qué sabrás tú de tablets? Esta es mejor.
- Pero la tuya es nueva de este año…
- ¡La mía está rota! - gritó él.
- No… No lo sabía, cariño.
- En compensación me quedo esta - dijo tajante dando por finalizada la discusión, como tantas otras veces.
Maggie agachó la cabeza. “La tuya a penas tiene medio año”, se dijo “y la has roto, no yo, tú, como un bebé”.
- Si rompiste tu tablet no es mi culpa - dijo Maggie, sin darse cuenta -. Esa es mia.
- ¿Cómo dices? - preguntó el muchacho, más perplejo que enfadado.
- Que esa es… Es mi tablet. La encontré yo, la mandé reparar yo, he pagado yo la reparación, y la he configurado a mi gusto.
Maggie sentía que algo se apoderaba de ella misma, pues prácticamente no se reconocía. Los pinchazos en el pecho eran demasiado fuertes para acallar su parte sumisa.
- De hecho - siguió, acercándose al joven -, tu tablet es mía, al igual que este piso. Todo lo estoy pagando yo, haciendo horas extra mientras tú a penas eres capaz de trabajar a media jornada, gastando todo en mierdas para el móvil y de juerga con los amigos.
Ni madre ni hijo sabían como encajar ese momento. Él, acostumbrado a la sumisión de ella en los últimos años, no sabía como reaccionar. Llena de energía por el subidón de adrenalina de tanta rabia contenida, Maggie arrebató la tablet al muchacho, y se dio la vuelta dispuesta a preparar aquella rica lasaña. Entonces sintió el golpe a sus espaldas.Su hijo le propinó tal empellón que la derribó. La mujer protegió la tablet con sus brazos mientras caía, golpeándose en la frente contra el suelo. Su hijo le estaba gritando, pero ella no era capaz de distinguir las palabras. Estaba muy enfadado. “Soy una mala madre”, se decía Maggie mientras las lágrimas brotaban de nuevo. “Sí, eres una mala madre por permitirle esas faltas de respeto”, dijo una voz en su cabeza. “Sí, es cierto. ¿Cómo se ha podido convertir en ese monstruo? Mi niño no osaría hacerme esto…”. “No es tu niño, hace mucho que no lo es”. La mujer se arrastró como pudo por el suelo, buscando refugio bajo la mesa, pero su hijo la agarró de la pierna y tiró de ella.
- Basta, por favor… - suplicó Maggie, pero el muchacho estaba tan fuera de sí, insultándola y golpeándola, no la escuchaba - Detente…
“No te oye, está teniendo una pataleta. ¿Y qué se hace cuando un niño tiene una muy mala pataleta?”.
Sin saber cómo ni desde cuando, la mujer sintió que su puño apresaba algo duro y pesado. Su hijo le tiró del pelo para hacerla retroceder y, como un acto reflejo en defensa propia, Maggie clavó la punta de las llaves en la mano del joven quien la soltó de inmediato. Éste, sorprendido, trató de dirigirle otro puntapié cuando, en el mismo movimiento en que se enderezaba, la mujer propinó un golpe ascendente en la barbilla su hijo con el mismo puño con el que sujetaba las llaves, con tal ímpetu y rabia que el joven se sintió volar por los aires durante unos instantes. Aturdido, el muchacho tropezó con la mesita del comedor, cayendo hacia atrás y golpeándose la cabeza contra el mueble de la tele.
Maggie se lo quedó mirando unos instantes. El chico no se movía. Miró las llaves en su puño, aún sin explicarse cómo habían llegado a su mano, y luego se acordó de la tablet, aún agarrada contra sus costillas. La examinó por encima, cerciorándose de que estaba entera. Se quedó mirando la pantalla impoluta. Los iconos de las aplicaciones se volvieron borrosos hasta que la pantalla se tornó negra. Y, en su cabeza, volvió aquella voz que ella suponía suya.
“¿Quieres que vuelva tu hijo?”
- Sí, por favor. Quiero a mi dulce ángel - susurró Maggie, confusa, pero con toda la sinceridad de su alma.
“Concedido”.
- ¿Mami?
Maggie alzó los ojos. Su hijo, aún en el suelo, empezó a sollozar.
- No me puedo mover, mami. ¿Qué ha pasado?
La mujer dirigió una última mirada a la tablet en cuya pantalla volvían a aparecer los iconos normales. Sólo unas finas líneas granate permanecían disimuladas sobre el fondo de pantalla, a modo de garabatos, que le recordaban vagamente a las grietas del vidrio resquebrajado.
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