Érase una vez un cazador. Desde bien joven había aprendido a valerse por sí mismo por lo que rara vez iba en compañía de alguien más. Le encantaba explorar todo tipo de lugares. Bosques, montañas, hasta ciudades… Allá donde los pies podían llevarle, allá que iba. Y es que disfrutaba de esos momentos de soledad durante los cuales podía apreciar todo cuanto le rodeaba en su plenitud, desde el rocío de la mañana hasta los movimientos del bosque al atardecer, el murmullo del viento en invierno y el aroma de las plantas cuando hacía calor.
Siempre se había mantenido ajeno al resto del mundo, viviendo sus propias aventuras. Sin embargo, prestar sus servicios a diferentes personas le permitió conocer a mucha gente. Con el tiempo, descubrió que estar con otra gente también era agradable. No sólo era divertido la compañía en los buenos momentos, si no que descubrió cuán reconfortante le era compartir también las penas con los demás. E incluso se percató de que no era invulnerable al amor y no dudó en irse a vivir con quien se había convertido en su compañero de vida cuando éste se lo pidió.
A pesar de ello, siempre guardaba sus momentos de soledad para sí mismo. Sobretodo, en determinados momentos del año, cuando la temporada de caza le llevaba a los sitios más silenciosos, prefería dejar al margen todo el trasiego social, aprovechando el tiempo libre para él y su compañero. Además, seguía sin gustarle las multitudes y muchos eventos sociales le eran de lo más extraños, incluso detestables. Y aún así siempre estaba presto para ayudar a sus amigos. Mas, pasados los años, descubrió que no era recíproco. A pesar que siempre estaba cerca por si le necesitaban, pareciera que nadie reparaba en él cuando desaparecía. A veces sólo estaban a su lado durante un breve lapso de tiempo, pero para cuando alguna empresa conjunta terminaba, parecía que la amistad también. El cazador era muy consciente de que el mundo seguía girando, y se aliviaba por no tener que estar pendiente de todo siempre, pero no podía evitar preguntarse porqué parecía que nadie le echara en falta, sin siquiera tenerle en cuenta en aventuras en las que él podría ser un gran respaldo. Cierto era que el cazador podía ser una persona de lo más enérgica, siempre dispuesto a la acción, y eso no era del agrado de mucha gente. ¿Pero por qué, sin embargo, a la mínima que se alejaba, todo el mundo parecía olvidarse de él? No lo comprendía.
Sucedió que, durante un tiempo, pensó que quizás si estaba más en contacto, la gente le tendría más en cuenta. Y así fue que, tratando de estar para todo el mundo, se volvió tan omnipresente que algunos se asustaron. Además, su energía desbordante y sus ganas de acción, perfectas para ejercer su profesión, eran agotadoras para muchos. Sin embargo, mientras estaba para aquellas personas a quienes quería agradar, se olvidó de estar para quienes de verdad le importaban, incluso de sí mismo. Ante tal trasiego por agradar a los demás, su salud empezó a resentirse, y entonces se encontró con que muchas de las personas a quienes no dudaba en ayudar, de repente dejaban de contactarle. El hecho de no recibir el mismo trato que él daba a las personas a quienes dedicaba tanto tiempo y esfuerzo, le causaba una sensación extraña. Se decía que tendrían sus propios problemas, pero no sabía por qué, cuando conseguía hablar con ellas, les respondía con enfado y mala fe a pesar del aprecio que les tenía. Llegaba un punto que no sabía si se alegraba de estar con ellas tras un tiempo sin coincidir, o si era mejor cortar todo contacto.
En un momento dado, cuando el cazador tuvo que marcharse durante un tiempo en busca de una presa considerable, descubrió a su vuelta que todas aquellas personas que habían estado cerca suyo mientras estaba por ellas, prácticamente se habían esfumado de su vida. Trató de restablecer el contacto, pero los demás le respondían con evasivas, si es que respondían. En verdad el cazador no sabía qué había sucedido. Sólo su compañero permanecía a su lado, atendiendo a las heridas que le causara su último trabajo.
Cuando al fin el cazador obtuvo respuestas de sus amistades, éstas se contradecían. A penas habían pasado unos meses y pareciera que todo el mundo se había peleado, reconciliado, aliado y traicionado a la vez. El pobre cazador sentía que le iba a estallar la cabeza tratando de seguir el hilo de lo sucedido, pero también su corazón. Más que enfado o rabia, sentía una profunda tristeza y una gran decepción porque sus supuestas amistades parecían más entusiasmadas peleándose entre ellas que en mantener el contacto con él. A pesar de los esfuerzos del cazador por estar a bien con todo el mundo, lo único que consiguió fue sentirse aún más solo.
Una mañana de invierno, sin embargo, tras semanas detrás de una pieza grande, el cazador despertó en la comodidad de su habitación. Su compañero seguía dormido, respirando profundamente y soltando algún ronquido. El cazador se levantó, se preparó un té, y se quedó mirando por la ventana de su escondite, en lo alto de un risco. El invierno había llegado al valle, como cada año, pero se dio cuenta de que su pequeño jardín no estaba preparado para el frío tras tanto tiempo de descuido. Suspiró, notando los cálidos rayos del sol invernal sobre su cuerpo dolorido tras los días ajetreados, e hizo trizas los últimos papelajos que había recibido como respuesta de sus amigos, echándolos al fuego. Su cuervo mensajero le miraba expectante, esperando a que en cualquier momento le mandaran de nuevo de viaje. El cazador, no obstante, lo tomó y lo llevó junto al hogar, sobre uno de los mullidos cojines que el cuervo usaba para descansar y donde le dejó un buen puñado de bayas.
- No hay mensaje que valga la pena enviar para malgastar energías en invierno - le dijo al ave, acariciándole el buche.
El cazador se estiró, cogió sus aperos de labranza y salió del refugio a la fría pero radiante mañana. Tras examinar el jardincito, se tomó unos momentos para observar el bosque. Seguro que los senderos estarían impracticables, después de tanto tiempo sin pisarlos, y ello le alegraba.
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