dilluns, 14 de desembre del 2020

Un libro de magia

La bibliotecaria tomó el libro entre sus manos, el último que quedaba por colocar en la estantería. Se trataba de un grueso volumen sobre magia, magos y conjuros que, en realidad, le pareció ligero al peso. Observó sus cubiertas oscuras y acarició el trozo de plástico que semejaba un cristal. Cuando abrió las páginas, con curiosidad antes de dejarlo en su sitio, se esperaba que tuviese un diseño infantil, con letras grandes y dibujos de señores rellenitos y sonrientes, varita en mano, con ropas coloridas y sombreros picudos. Por eso se sorprendió al ver las bellas ilustraciones, de un estilo realista, acompañadas por un texto de letras más bien pequeñas pero fluidas, todo rodeado de crípticos diseños rúnicos y esquemáticos dibujos.

Estuvo ojeando las páginas, absorta. Le recordaban a otros libros que había leído sobre magia ancestral, mística antigua y chamanismo arcaico. O eso era lo que predicaban, pues la bibliotecaria, más inteligente que la media de las personas, sabía que raras veces toda aquella palabrería tenía algún fundamento. Muy a su pesar, eran sólo retazos de la imaginación de otros adultos que nada tenían de mágico en realidad, salvo llenar los bolsillos de sus autores.

El diseño del libro le pareció quizá un poco avanzado para sus lectores principales, pero de lo que sí estaba segura es que las niñas y niños de aquella biblioteca eran muy afortunados por tener un volumen como aquel y podía entender perfectamente que fuese uno de los libros más populares en aquellos momentos. Ya le hubiese gustado haber tenido un libro así cuando era pequeña…

Pronto la sección infantil se llenaría de usuarios y usuarias, pero la bibliotecaria no se dio cuenta de ello hasta que escuchó el balbuceo lejano de un bebé y vio a la primera mamá de la tarde entrar con su hijos. Se afanó a cerrar el libro de magia, pero se le escurrió entre las manos por su engorroso tamaño, cayendo al suelo y abierto con las páginas cara al suelo. Lo recogió y, al pasar las páginas tratando de alisarlas con delicadeza, sintió una leve punzada en el pulgar derecho. “Auch…” dejó escapar en voz baja; una gota de sangre asomó por un pequeño corte en la yema. Se llevó el dedo a los labios, lamiendo la herida disimuladamente mientras comprobaba que las páginas seguían impolutas, y cerró el libro colocándolo en su sitio en la estantería sobre magia e ilusionismo.

La tarde transcurrió sin más percances. La bibliotecaria prácticamente se había olvidado de la herida de no ser porque, al final de la tarde, la tirita del pulgar se le despegaba constantemente, enganchándose ahora en un post-it, ahora en un boli, y porque sentía una pequeña punzada al escribir en el teclado del ordenador. Sin embargo, ella no le dio importancia y siguió haciendo sus tareas como de costumbre, ayudando a los niños y niñas a buscar los libros que necesitaban para hacer los deberes, a cómo conectarse a los ordenadores de la biblioteca, y a preparar el mostrador con las novedades del mes siguiente mientras pensaba en organizar una actividad relacionada con algunos de los libros. Incluso ayudó a un par de preadolescentes a cómo podían usar el catálogo en línea desde el ordenador.

Los últimos usuarios se marcharon con la música que indicaba el cierre de la biblioteca. Un auxiliar cerró la puerta para que el personal pudiese recoger con tranquilidad antes de terminar la jornada. La bibliotecaria hizo lo propio en la sección infantil, terminando justo a su hora. Apagó las luces y fue a buscar la chaqueta y el bolso para irse como el resto del personal. Sin embargo, cuando ya se disponían a salir del edificio, se dio cuenta de que todavía había una luz encendida al fondo de la biblioteca, algo bastante extraño porque era una persona más meticulosa que la media y estaba segura de que estaban todas apagadas. Como ya no esperaba que quedase nadie dentro, indicó a sus compañeras que se fuesen, pues ya cerraría ella.

Se dirigió a la sección infantil, pues de ahí provenía la luz, justo donde estaba la estantería de magia e ilusionismo. Y se sorprendió ver que aquel tomo que le había dejado ensimismada estaba en el suelo, otra vez con las páginas hacia abajo. “¿Hola?” dijo la bibliotecaria en voz alta, esperando a que alguien contestase, quizá un niño o una niña que se hubiese rezagado. Se encogió de hombros ante el silencio y recogió el libro, comprobando que no hubiese sufrido daño alguno. Y, esta vez, se fijó en que había una manchita de rojo oscuro desentonando en una de las páginas, justo en el capítulo dedicado a los portales entre Mundos. La bibliotecaria rascó la mancha con la uña, pero estaba ya seca y no sabía cómo quitarla. Sin embargo, cuanto más la miraba, le pareció que se iba estirando, reptando hasta uno de los intrincados esquemas, difuminándose al tocar la tinta.

La mujer parpadeó repetidas veces, e incluso se frotó los ojos por si le estaba fallando la vista debido al cansancio, pero no. De repente, aquel dibujo que parecía haber absorbido su sangre, se iluminó a la vez que se agrandaba, envolviéndola en su interior. Para cuando su mente empezaba a buscar una explicación racional a tamaño prodigio, se dio cuenta de que ya no estaba en la biblioteca. A su alrededor había alta hierba bajo un sol luminoso, en un claro en medio de un bosque. Distinguía diferentes especies vegetales: robles, encinas, algunos pinos y madroños, castaños y nogales, y el viento le decía que había también romero y lavanda cerca suyo. Durante unos instantes, se sintió desorientada, su mente tratando de entender qué había pasado mientras sentía su espíritu maravillarse por lo sucedido. Se quedó mirando el libro que seguía en las mismas páginas, y las leyó una y otra vez buscando una explicación. Ojeó el resto del volumen, y de repente se dio cuenta de que era más pesado: de alguna manera, le habían crecido más páginas.

La bibliotecaria no sabía qué más hacer. Por unos momentos, el pánico y la curiosidad pugnaban por cual era la emoción dominante, pero la temeridad se abrió paso y no se le ocurrió otra cosa que subirse a uno de los robles, no sin antes guardar el ahora pesado libro en su bolsa bandolera. Al menos, pensó, podría hacerse una mejor idea de dónde se encontraba. Mirando por encima de las copas de los árboles, descubrió una atalaya de reluciente roca negra más allá del bosque.

Bajó del árbol, dejándose caer cuando a penas estaba a dos metros del suelo. Calculó la dirección a aquella torre respecto a la posición del sol, aunque no estaba segura de si los puntos cardinales serían los mismos. Se aseguró los cordones de las zapatillas, colocándose la bandolera cómodamente sobre el hombro. La bibliotecaria, más atrevida que la media, se adentró en el bosque dirección Noreste, hacia donde intuyó que se encontraba la torre. Seguro que hallaría ahí respuestas, aunque quizá no a sus preguntas.

Y es que no es necesario ser un niño o una niña para soñar. Sólo atreverte a hacerlo.

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