Tiomnaithe do mo bhean Brigit, as ucht éirí as a gealach, agus do Aongus Mac Og (lo sé, texto sacado desde el Google Translator)
En un tiempo remoto, cuando la mayor parte del mundo estaba cubierta de bosque, un rey gobernaba un pequeño territorio formado por unas pocas aldeas y unas cuantas granjas. Aunque no se puede decir que fuese la persona más justa y generosa del mundo, sus súbditos no estaban del todo descontentos con su gestión, aunque sí con sus descendientes. En la desfachatez de la juventud, los hijos del rey excedían no pocas veces la paciencia de sus vecinos y, el más joven de ellos, era especialmente brusco y pendenciero. A pesar de ser de los muchachos más apuestos de la zona, su comportamiento violento y maneras agresivas y descorteses provocaban el rechazo de la mayor parte de la gente. Pero ésto al chico no le importaba, pues tomaba aquello que se le antojaba sin pedir permiso y no pocas muchachas habían visto mancillado su honor bajo amenaza y coacción. Y cuando los familiares de las agraviadas corrían a pedir cuentas al hijo del rey, como poco terminaban con la nariz rota. Se decía que el joven no tenía reparos en quitar de en medio a cuantos pretendientes, hermanos, primos o padres se cruzasen en su camino cuando se encaprichaba de alguna doncella. Incluso parecía disfrutar con ello.
A la única joven que no había querido tocar fue a una muchacha que seguía estando soltera bien pasada la edad de merecer. Su aspecto, aunque no era horrible, no era del gusto de los hombres de la aldea en la que se había criado, al igual que su forma de ser, altanera y muy cortante en ocasiones, y sólo tolerable por el ingenio en sus palabras. A pesar de ello, quienes llegaban a conocerla de verdad, le guardaban cierto cariño pues era inteligente, mañosa, y la primera en ofrecer ayuda a quien lo necesitase. Sin embargo, el hijo del rey y su séquito de compinches la consideraban tan repugnante, que en el mejor de los casos la ignoraban, cuando no le gastaban bromas pesadas. Ella se sabía defender la mayor parte de las veces, y con su aguzado ingenio conseguía incluso que las trastadas se volvieran en contra de ellos hasta que éstos simplemente la dejaron en paz contentándose en hablar mal de ella, lo que provocaba, aún más si cabe, la huída de posibles pretendientes.
Pasaron los años, y aunque siempre había algunas mujeres que se casaban tarde, en el reino sólo quedaba esta muchacha sin que ningún hombre, joven o viejo, vecino o de otras aldeas cercanas, mostrase interés. A ella no le importaba, en principio. Como nadie esperaba nada de ella, se preocupó por aprender cuanto pudiese. Y así fue que no sólo sabía cuidar de su hogar, con todo lo que ello conllevaba, si no que también conocía las labores del campo y el cuidado de los animales, la caza y a defenderse en el bosque, alcanzando pleno conocimiento de los ciclos de la naturaleza. También estaba familiarizada con todo el proceso de la confección y el trabajo textil, el negocio de su familia, y era también una artesana de notable pericia con la cerámica y el dibujo. Tampoco se le daba mal recordar y contar historias, creándolas incluso, y hasta se atrevía un poco con la música. Aprendió las lenguas de los comerciantes extranjeros que visitaban el territorio, e incluso sabía leer y escribir. Sin embargo, cuando veía a las chicas de su edad con sus enamorados, una leve punzada de dolor le hacía llevarse no pocas veces la mano al pecho, sintiendo que le faltaba algo.
Un tiempo después, la salud del rey empezó a deteriorarse. Todo el mundo en la región sentía temor porque estallase un conflicto entre los hijos del monarca, sobretodo porque el número de seguidores del más joven era cada vez mayor, más brutos, y estúpidos. Pero nadie hacía nada. Los campesinos seguían trabajando la tierra, los cazadores trajinaban en el bosque, y los artesanos hacían lo propio. Todo el mundo hablaba sobre qué se debería hacer ante los abusos de poder, pero nadie estaba dispuesto a plantarse ante aquel hijo de rey que se tomaba cada vez más libertades, saqueando todo aquello que le venía en gana. Y así se mantenía aquel clima malsano, aquel sentimiento de quiero y no puedo que hacía a los habitantes infelices, prisioneros de su propia tierra. Y quizá porque era mujer, o porque aún era joven, o porque seguía soltera, o probablemente todo a la vez, nadie tomaba en serio a aquella muchacha quien, con casi dos décadas de existencia, sentía más que nadie aquella jaula que era aquel pequeño reino a punto de desestabilizarse. Y sucedió que un día, de repente, se dio cuenta de que nada la ataba allí en verdad. No tenía tierras ni más propiedad que ella misma, ni a una familia a la que mantener. Cierto que estaban sus padres, sus hermanos, abuelos, tíos y primos, pero cada uno hacía su vida como buenamente podía. La joven ya no estaba segura de si su corazón anhelaba el amor de un hombre que nunca llegaría o, simplemente, la libertad para conocer lo que le deparaba el ancho mundo. Así que, un buen día, preparó su zurrón, se despidió de su familia y las poquísimas amistades que tenía, y se hizo a los caminos.
Y pasaron los años, muchos. Aquel joven conflictivo había madurado en astucia y en aquellas artes que todo guerrero noble se preciaba tener. Pero sólo las de índole marcial, pues desdeñaba cualquier otra actividad de tipo intelectual por considerarlas cosas de pusilánimes y de mujeres. Seguía siendo de caracter inestable, agresivo y fogoso pero, además, ahora era rey. Tras la muerte de su padre, se enfrentó uno a uno a sus hermanos y hermanas, hasta que sólo quedó él como candidato a ocupar el puesto. El principio de su reinado fue una mezcla de miedo y decadencia que duró años, hasta que el recién problamado monarca se dio cuenta de la situación. Empezó a cambiar de compañías por hombres mínimamente inteligentes y menos brutos que le ayudaron a mantener un delicado equilibrio entre sus obligaciones para con sus temerosos súbditos y sus ociosos vicios.
Una de las estrategias fue contraer matrimonio con mujeres de otros territorios. Por ello, se había casado incontables veces hasta formar un harén en el que había hijas y sobrinas de nobles, jóvenes viudas de gran belleza y muchachas campesinas. Todas y cada una de ellas eran prisioneras de la corte. Sin embargo, cuando el rey perdía el interés en ellas, tenían todo el tiempo del mundo para dedicarse a sus diferentes aficiones, siempre y cuando éstas fuesen exclusivas de mujeres que, según consideraba el mismo monarca, eran prácticamente todas menos la caza y aquellas relacionadas con las artes de la guerra. Y también debían procurar por la educación de los cada vez más numerosos hijos del soberano. Corría el rumor que la mitad de los nacidos en la región con menos de un cuarto de siglo eran bastardos suyos. Sin embargo, de eso hacía tiempo y el monarca sentía cada vez menos satisfacción en ninguna mujer. Ni siquiera féminas de tierras exóticas parecían ser de su gusto, y cada vez se le hacía más insufrible la compañía femenina. Sus consejeros le trajeron entonces jóvenes efebos de gran belleza, y esto pareció calmarle por un breve tiempo, pero al final sólo la comida, la bebida y la crueldad para con sus súbditos parecían calmarle.
De toda esta situación, la joven que había partido años ha, ahora convertida en una mujer madura, no tenía constancia todavía. Aunque le costó un lustro, la muchacha entendió que sólo ella misma sería la única persona capaz de amarse como merecía. Y mientras llegaba a esta conclusión, aprendió otros oficios por el camino. Se hizo interprete dominando varios idiomas, y ello le dio la llave para conocer otros territorios, incluso más allá del mar. Aprendió también a navegar y a pescar, a trabajar el cuero y a elaborar diferentes alimentos y bebidas. Adquirió un mayor conocimiento de las plantas y de los animales, e incluso recibió cierta instrucción como curandera y vidente, entre otros muchos oficios. Pero lo que conquistó su corazón fue el misterio de los metales y la forja, y con el tiempo, pudo desarrollarse como herrera mientras seguía cuidando el resto de sus habilidades. En su caminar, además, encontró el calor del amor, físico, psíquico y espiritual, teniendo al fin con quien compartir parte de su vida. Alguien que la valoraba y con quien siempre volvía.
Pero llegó un día en que pensó en su tierra natal, de la que hacía tiempo que no tenía notícias, pues sus viajes a la región se habían ido espaciando con los años. Tras mucho pensarlo, dejó todo atado en su hogar y, acompañada de su fiel compañero perro-lobo, cruzó los bosques llegando al territorio poco después de una luna.
Por aquel entonces, los consejeros del rey habían preparado una cacería para alegrar el humor del monarca. Sin embargo, éste estaba en más baja forma de lo imaginado y la partida de caza tardó mucho tiempo en conseguir alguna pieza destacable. Un día en que el rey empezaba a estar cansado de todo aquello, se cruzó en el camino del séquito real un hermoso ciervo de grandes proporciones. El ansioso rey, sin esperar a nadie más, salió a la carrera en pos de sus sabuesos, olvidándose incluso de su caballo, y sin pensar que los animales avanzaban más rápido que él ni tampoco que sus allegados no habían tenido tiempo para reaccionar. De repente se encontró corriendo sólo entre los árboles, al principio con el arco en mano, que perdió tras alguno de los innumerables traspiés que dio al no estar acostumbrado a aquel terreno. El reyezuelo se paró a tomar aliento, cuando se dio cuento de que estaba perdido.
Recuperado el resuello, y preocupado porque había caído la noche, transitó sin rumbo por la maleza, llamando a sus acompañantes en vano, maldiciendo al no oír sus respuestas y temiendo que le hubiesen abandonado. Al cabo de un tiempo que le pareció una eternidad, al fin logró escuchar los ladridos de un perro. Animado dentro de su enojo, siguió el sonido hasta que llegó a una poza rodeada por una pequeña pared de roca desde donde el agua caía formando una ancha y fina cascada. La luna gibosa iluminaba el paraje, y el rey pudo distinguir a un perro juguetear en la otra orilla. Sin embargo, el ejemplar era mucho más grande que sus sabuesos, y cual fue la sorpresa al ver que no estaba solo. Bajo la cortina de agua, y salpicando al cánido mientras reía, vio a una mujer de espléndida figura. Sus grandes pechos y piernas torneadas se destacaban con la luz de la luna, que hacía parecer su piel como si fuese plata a pesar del oscuro vello que las cubría. El rey pensó si no se trataba de un espíritu del bosque o del agua cuando la vio moverse de manera más desgarbada de lo que esperaba, persiguiendo al perro.
Aun así, el soberano sintió tal deseo como hacía tiempo que no sentía, que empezó a avanzar hacia ella, bordeando la orilla de la poza. Quería sorprender a aquella mujer, saber quien era, de dónde venía. Su corazón se iba encendiendo al pensar cómo sería el tacto de su piel resplandeciente, la firmeza de sus caderas, el aroma de su pelo moreno… Ya prácticamente había llegado a la catarata, cuando el perro se adelantó, gruñendo. La mujer se ocultó bajo la cortina y, pese al agua, el reyezuelo podía distinguir sus ojos brillando cual ascuas en la oscuridad.
- No temas, no quiero hacerte daño - dijo el rey-. Sólo quiero conocerte.
Tenía a la mujer a pocos pasos de él. El enorme perro-lobo se mantenía delante de su compañera, alerta y mostrando los colmillos. Ella simplemente se escurría la larga cabellera, con tranquilidad y sin dejar de observar al monarca, manteniendo su rostro en la penumbra.
- Soy el rey de esta región - se presentó -. Nunca te había visto por aquí. Seguro que vienes de muy lejos - dijo, tratando de ser galante por primera vez en su vida -, pues jamás había visto una criatura tan espléndida como tú…
La mujer no pudo reprimir su expresión de sorpresa, que no pasó desapercibida para el soberano pese a la sombra que envolvía su rostro. Y se echó a reir. A carcajada limpia, teniendo que apoyarse en la roca para no caer mientras se llevaba la mano al estómago. Hasta se le habían saltado las lágrimas.
El rey se quedó estupefacto, pues no entendía cómo podía estar enfadado porque ella se estaba riendo claramente de él y, a la vez, sentirse tan encantado por aquel sonido tan delicioso; hacía mucho tiempo que no oía una risa como aquella. Estaba excitado.
- Sé quién eres - dijo ella, con la mandíbula dolorida, cuando al fin pudo controlarse -. Te conozco.
Y, dicho esto, se escurrió por la pared y escaló la roca con agilidad seguida del perro. El rey trató de seguirla, pero le costó superar la resbaladiza piedra y, para cuando llegó arriba de la cascada, la mujer prácticamente se había vestido ya. Empapado, avanzó con cuidado entre las rocas, y con súbita urgencia, fue desabrochándose la hebilla de su cinto. Creía que la mujer no se había dado cuenta, pues prácticamente estaba encima de ella, cuando sintió un agudo dolor en el corazón. Bajó lentamente la mirada y vio la elaborada punta de una lanza clavada en su pecho.
- No has cambiado nada - dijo ella en un suspiro, casi con tristeza, mientras hundía aún más el metal.
Entonces, bajo la luz de la luna, el rey distinguió los rasgos de aquella muchacha, la misma que décadas atrás se le antojase tan fea y que dicen huyó pues nadie quería casarse con ella. Reconocía aquel semblante altanero, la mirada ingeniosa. Pero el tiempo parecía haber puesto cada cosa en su lugar, suavizando aquel semblante que al rey ya no le parecía tan horrible. Ella liberó con un experto movimiento el filo de la lanza mientras el hombre se tambaleaba tratando de mantener el equilibrio, en vano. Por primera y última vez, el rey fue consciente de que se había enamorado mientras caía por la cascada, y no sintió dolor alguno cuando su cuerpo dio contra las rocas de la poza.
Continúa en Viejas consecuencias.
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