dimecres, 28 d’abril del 2021

Viejas consecuencias

Continuación de Viejos conocidos.


La mujer limpió el metal en el agua, sin prisas, y descendió de nuevo hasta la poza. El rostro del rey mostraba una sonrisa bobalicona al cielo, mientras su sangre espesaba el agua. Había caído a muy poca profundidad, por lo que la corriente no conseguía mover su cuerpo rollizo. Ella lo examinó y extrajo todo objeto de valor que encontró. Luego lo arrastró, con la ayuda del perro-lobo, a una zona más profunda y dejó que el agua se lo llevase.

Aún tardaron un par de días en llegar a la aldea natal de la mujer. Para su familia fue toda una sorpresa, y festejaron su regreso con tal regocijo que prácticamente todos los vecinos se unieron a la celebración. Finalizados los festejos, la mujer empezó a interesarse por la situación del reino, y lo que escuchó sobre las correrías del rey no era bueno. Cuanto más indagaba, se percató de que en verdad nadie echaría de menos al monarca, más bien al contrario. Y, si en algún momento hubiese sentido remordimientos por lo sucedido, éstos se disiparon completamente.

Poco después de su llegada, sin embargo, empezaron a circular rumores de que el rey había desaparecido. Algunas voces apuntaban a que habían sido sus propios lacayos quienes lo habían liquidado. Otras que al fin los dioses habían atendido a los ruegos y se habían llevado al detestado soberano. Y unas pocas de que había muerto por sobreesfuerzo al intentar perseguir a unas adolescentes. Al principio el ambiente en la aldea parecía hasta relajado, pero no tardó mucho tiempo en generarse una aura de incertidumbre sobre qué sucedería si el rey hubiese desaparecido en verdad, y quién reclamaría el trono. Por supuesto, la mujer mantenía la boca cerrada y ni siquiera dijo nada a sus familiares, mostrándose tan convincente en su indiferencia que pasaba desapercibida cuando los vecinos se reunían en corrillos para compartir las últimas habladurías. Así lograba enterarse de cual era el rumor del momento, andándose con ojo de que ninguno hiciese relación a lo que de verdad había ocurrido.

Pero si en la aldea el ambiente era de intranquilidad, en la corte era de desasosiego. Mientras la mujer había estado celebrando su propio regreso, la comitiva real había llegado a la capital. Del soberano sólo pudieron encontrar el arco, abandonado en el bosque, y a sus exhaustos sabuesos cuyo instinto les había hecho regresar al no poder dar caza al ciervo, y ni siquiera ellos pudieron encontrar a su dueño. Las acusaciones contra los acompañantes del rey no se hicieron esperar y estalló un conflicto entre ellos y los consejeros del monarca. Durante días, unos y otros se hostigaban, primero a base de puyas indirectas, pero cuando unos pescadores encontraron el cuerpo del soberano río abajo, el conflicto fue declaradamente abierto. Sólo las esposas del rey, en su sabia prudencia, siguieron con su día a día manteniéndose al margen del enfrentamiento. Y, con ellas la mayor parte de la progenie del monarca, demasiado jóvenes aún como para tomar parte, excepto los tres hijos de más edad. El más mayor, quien sería heredero directo al trono, había unido fuerzas entre los consejeros del rey mientras que el segundo se había unido a los compañeros y amigos guerreros de su padre. Pero el tercero, si bien tenía posibilidad de acceder al trono a la muerte de los otros dos, tomó otro camino. 

Se trataba de un joven que, pese que había demostrado su madurez de sobras en todos los aspectos, aún no se había casado. Había preferido viajar, haciendo las veces de emisario y de diplomático para con su reino, y había seguido en contacto con su madre y las otras esposas de su padre, ora disfrutando de su compañía, ora aprendiendo de ellas, incluso hasta después de la muerte de su progenitora años atrás. De hecho, había regresado del último viaje poco antes de que se descubriese el cuerpo del rey varado en la orilla del río.

Ocurrió que, como mandaba la tradición, eran las esposas del monarca quienes debían preparar el cuerpo del soberano para las ceremonias fúnebres. El joven, siempre solicito y curioso, les ayudó en la tarea, y fue así cómo descubrió que el cuerpo, pese a la hinchazón por el agua y la inminente podredumbre, tenía una grave herida en el pecho. El despierto muchacho empezó a pensar que, en efecto, alguien había asesinado a su padre, pero tras comparar las diferentes armas que había usado cada integrante de la partida de caza, llegó a la conclusión de que ninguno de ellos era culpable.

Sin embargo, cuando trató de explicar sus pesquisas a sus hermanos, éstos estaban demasiado ocupados en pelearse el uno contra el otro. El conflicto se había agravado de tal manera que ninguno de los bandos veía la necesidad de esconder la violencia. El suelo de la capital se tiñó de sangre y la gente empezó a huir a las aldeas vecinas. Por su parte, el tercer hijo del rey, preocupado porque sus madrinas sufriesen algún daño, les ayudó a buscar refugio. La mayor parte consiguieron volver con sus respectivas familias, ya fuesen nobles o plebeyas, e incluso algunas extranjeras se pusieron en camino hacia su tierra natal llevándose con ellas a sus hijos. Pero aún habían quedado muchas que no tenían a dónde ir y el tercer hijo del rey las condujo al bosque.

Y ésto llegó a los oídos de la mujer quien, tras permanecer un tiempo en la aldea de sus padres, decidió merodear por el resto del reino antes de que empezasen las primeras heladas. Allí donde iba pasaba como una peculiar sin techo, acompañada siempre del perro-lobo y cargando su impoluta lanza, haciéndose pasar por una trotamundos perdida. Pero no lo estaba. Sabía lo que estaba buscando, y vaya si lo encontró: cuando llegó a la capital del reino, no le requirió un gran esfuerzo para averiguar que los hijos del rey habían hecho sendos bandos y se estaban peleando por el trono. Mientras, los ciudadanos huían casi en desbandada a otras aldeas, en busca del refugio familiar, o al bosque, allí donde pudiesen estar lo suficientemente lejos del conflicto. Fue así como la mujer conoció a las esposas del monarca y, entre ellas, al tercer heredero al trono. Les ayudó a establecer un refugio y, cuando las necesidades básicas de todo el mundo estuvieron cubiertas, instruyó a las esposas a organizarse para servir como punto de anclaje a la población. Colaborando en la labor estaba el tercer hijo del rey cuyo único pensamiento era que el resto de su familia estuviese a salvo de la batalla. Para la sorpresa de todos, resultó que las esposas del monarca supieron arreglárselas para organizar a sus subditos, resolviendo los diferentes problemas que iban surgiendo con inteligencia y siempre buscando la colaboración y el beneficio de todas las partes. No en vano, entre ellas se encontraban brillantes hijas de nobles de otras regiones de aquella parte del mundo, las cuales habían sido instruidas en diversas artes y disciplinas; y aquellas de más humilde origen tenían el conocimiento de la tierra donde se habían criado así como la sabiduría para conectar con la gente. Entre todas, mostraron sus grandes capacidades de liderazgo hasta formar una comunidad fuerte que podría sobrevivir durante el invierno en el bosque.

Llegó un momento en que los habitantes de la capital, liderados por aquel equipo de sabias féminas, fueron autosuficientes, y ello permitió al tercer hijo del rey retomar sus andanzas por los reinos vecinos. Algunas veces acompañado por las esposas de su padre que eran oriundas de aquellas regiones, pero las más de las veces en solitario, consiguió afianzar las relaciones para con los gobernantes vecinos con su ayuda y la de las esposas que ya habían logrado llegar a su tierra natal. La mujer le acompañaba en no pocas de sus andanzas de manera que entre ellos empezó a formarse una más que amistosa relación. A ella aún le costaba reconocer que alguien tan inteligente y gentil como aquel muchacho fuese descendiente del despreciable rey. Pero lo que en verdad la desconcertaba era que sentía algo más que aprecio por el joven y, para su propia sorpresa, pues ya se veía ajena a tales asuntos, él parecía corresponderle.

No obstante, lo que en un principio a la mujer le pareció una sensación agradable, se transformó en temor por lo que, para evitar que fuese a más, empezó a pensar en regresar a su hogar. Además, se había dado cuenta de que ya no era necesaria. Así que, con un gran peso en el corazón, decidió aprovechar que el muchacho había partido para hacer lo propio. Se despidió de las mujeres sabias, no sin antes dejarles como regalo su pequeño tesoro de oro y bronze. Por el camino, no obstante, hizo una pequeña visita al centro del conflicto. Descubrió que ambos hermanos se habían matado entre ellos y que, del incontable número de simpatizantes de cada bando, a duras penas quedaba un puñado de hombres, casi todos heridos y malviviendo desde hacía días de restos que habían podido saquear durante las batallas. Y, quiso de nuevo la providencia que, en este tiempo en el que la mujer se había demorado curando las heridas de los supervivientes, el tercer hijo regresase de su viaje, haciendo un alto en la capital. Y aquella despedida, que la mujer quiso evitar, les resultó en verdad difícil a ambos. Ella usó de pretexto en cómo el invierno dificultaría los caminos. Él le contestó que podía pasarlo con ellos en el bosque. Ella alegó entonces responsabilidades con su familia, y que ya se había demorado demasiado. Él le propuso acompañarla y regresar juntos. Ella replicó que no volvería, que su nuevo hogar estaba lejos, y que la estaban esperando. Y él ya no supo qué más decir.


Poco tiempo después de la despedida, el hijo del rey regresó con los refugiados y contó lo que había pasado en la capital. Tras deliberar, las mujeres sabias decidieron regresar a la corte, dando la opción a todo el mundo de acompañarlas. Y mientras se preparaban para el viaje, el joven descubrió el humilde regalo que les había hecho la mujer, y reconoció una joya en particular que había pertenecido a su propia madre, uno de los últimos regalos de sus abuelos. “¿Cómo podía ser posible?” se dijo el joven. Entonces cayó en la cuenta de que aquella joya le había sido arrebatada por el rey, su padre, tiempo ha, y entonces identificaron otras alhajas que habían pertenecido a varias esposas del harén las cuales habían ido a parar al botín del monarca. “¿Cómo podía aquella mujer haber poseído aquellos objetos?”, se preguntó el chico, y empezó a atar cabos.

Ni siquiera habían comenzado los verdaderos preparativos del regreso cuando el muchacho se despidió de sus madrinas y salió en busca de ella, regresando a la capital acompañado de unos pocos vecinos que ya habían empacado. A pesar de que la mujer había marchado hacía días, pudo seguir su rastro pues era relativamente fácil para los habitantes de la región recordar a una mujer con una lanza y cuya única compañía era un perro-lobo de gran tamaño. Así fue que en breve el joven llegó a su misma aldea natal, pero para entonces ella ya había marchado.

La persecución por parte del joven fue larga y desesperante. Nunca había ido tan al norte y las nuevas tierras se le antojaban hostiles. Sin embargo, allá donde iba encontraba noticias sobre la mujer. Unas veces conocida sólo por ser una peculiar viajera de paso, y otras porque había realizado las más variopintas hazañas, desde rescatar a unos niños de un supuesto brujo malvado hasta proveer de caza a toda una aldea, o sanar a un jefe local. Y las proezas se hicieron más numerosas conforme el muchacho se iba acercando al hogar de la mujer. Pero nunca conseguía darle alcance. Por si fuera poco, todos estos hechos que le relataban le hacían dudar sobre qué haría cuando diese con ella. Más, sobretodo, porque sus propios sentimientos estaban en pugna constante. Por un lado, se sentía en la obligación de hacer justicia para con su padre pues, por muy detestable que fuese, no dejaba de ser un hombre a quien habían asesinado; pero, por otro lado, el joven no podía evitar de sentir alegría por volver a ver a aquella mujer que había considerado una amiga a la vez que una maestra. Y, en medio de todo ello, algo más nacía en su interior que le llevaba a continuar día tras día tras su pista.

Y, finalmente, al fin encontró a la mujer y a su perro-lobo en un bosque. Los vio de lejos, escabulléndose entre los árboles. Ella preparando una flecha en un arco a resguardo de un haya, su compañero agazapado tras unos matorrales con ambas orejas alerta. En un momento dado, la mujer hizo un movimiento de cabeza hacia el perro-lobo quien salió de su escondrijo rápidamente pero sin hacer sonido alguno a pesar de su tamaño. Ella le siguió al poco mientras el joven seguía observando la escena. El deseo del encuentro se reflejaba en el acelerado latido de su corazón, y tan absorto estaba en sus pensamientos, en cómo la abordaría, qué le diría, que la brutal embestida le pilló completamente por sorpresa.


Continúa en Viejos rencores.

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