dimarts, 21 de setembre del 2021

Viejos rencores

Continuación de Viejas consecuencias. Podéis consultar el inicio en Viejos conocidos.

El joven rodó por el suelo. Sintió cómo el jabalí le pateaba, pero aún así consiguió apartarlo con tal empujón que sintió sus brazos resentirse. El animal sacudió la cabeza, aturdido, y volvió a la carga. O lo intentó al menos, pues de repente tuvo encima al enorme perro-lobo tratando de alcanzarle la yugular. El jabalí pudo zafarse de las fauces gracias a su hirsuto pelaje, pero no del lanzazo que le atravesó el costillar.

El perro-lobo se acercó a su presa, ahora abatida, la olisqueó, y acto seguido se abalanzó sobre el muchacho, aún arrodillado en el suelo, y le dio un lametazo en toda la cara a modo de saludo. Él se levantó con gran esfuerzo, contemplando el hermoso ejemplar que era el jabalí. Perfectamente tendría un tercio de su peso.

La mujer se aproximó hacia ellos hasta que estuvo a suficiente distancia como para reconocerle. Ahora que la tenía delante, él no sabía qué hacer. No podía reaccionar, sólo esperar algún movimiento por parte de ella, pero la mujer parecía igual de paralizada. Al fin, ella gritó de tal manera que asustó a las aves de aquella zona del bosque:

- ¡Hola!

Y rió de pura alegría. El joven se forzó a sonreír y notó que tenía los ojos llorosos de felicidad, pero también de dolor. Se dio cuenta entonces de que sangraba en el muslo, ahí donde el jabalí le había clavado el colmillo. La mujer corrió hacia él, pero no consiguió llegar a tiempo para sujetarle por lo que el chico cayó al suelo. Seguía consciente por lo que él mismo se pudo arrastrar hasta quedar recostado sobre unas raíces mientras la mujer le trataba la herida. Por su parte, el perro-lobo se había quedado sobre el cuerpo del jabalí que seguía con la lanza del joven clavada. Por suerte, la herida del muchacho no era profunda por lo que, tras frenar la hemorragia, consiguió ponerse de pie.

La mujer desclavó la lanza del jabalí, examinándola minuciosamente. Al fin, negó con la cabeza, como decepcionada, y se la pasó al muchacho quien la usó como cayado para no forzar la pierna herida. Ella se dedicó entonces a preparar la pieza, tomándose unos instantes para agradecer a los espíritus del lugar su obtención, tras lo cual vació las entrañas dejando únicamente las partes que iba a utilizar. Ató la zona del vientre de manera que la herida quedase menos expuesta y el resto de vísceras se mantuviesen dentro del cuerpo, y lo hizo de tal manera que el arrastre del mismo no fuese demasiado farragoso. Uniendo ambos extremos de la cuerda, ideó un arnés para que el perro-lobo proporcionase la mayor parte de la fuerza en el traslado de la presa. Y cuando estuvo todo listo, se pusieron en camino hacia el hogar de la mujer.


Ella vivía en una gran granja, una especie de refugio independiente con otras personas que, como pudo comprobar, formaban una gran tribu. Se trataba de gente que había huído de su región natal, fuese más cerca o más lejos. En la granja no importaban los lazos de parentesco, existentes o no, pues todas las personas integrantes cuidaban de los demás, y aunque habían varias parejas establecidas, la crianza de los pocos pequeños se llevaba a cabo entre todas. Aunque no era la primera vez que el muchacho se encontraba con un grupo similar, sí era el más grande que había conocido, y le sorprendió sobretodo que la mujer formara parte de aquella. Se había imaginado que ella viviría en soledad en una cabaña en el bosque, o quizá en una cueva. No se imaginaba que aquel lugar tan concurrido pudiese ser su refugio. Y lo que más le asombró fue descubrir, además, que, lejos de tener marido, tenía varios compañeros quienes no reclamaban derechos sobre ella, ni ella sobre ellos; de hecho, algunos de ellos tenían otras relaciones, y a su vez éstas tenían otras, lo que terminó de descuadrar al muchacho.

Uno de ellos, el que vivía con la mujer y parecía ser su compañero principal, le acomodó en un rincón cerca del fuego en la cabaña que era su hogar. Allí el joven pasó los primeros días hasta que su pierna mejorase, teniendo como compañía al perro-lobo quien, en una mezcla de simpatía y desconfianza, le dejaba pocas veces solo. En las noches en las que la herida le dolía especialmente, la mujer le acompañaba, contándole historias sobre la tierra donde estaban, anécdotas de sus vivencias, y algunas leyendas de otros sitios lejanos hasta que él conseguía dormirse. A veces ella también cantaba, y aunque su voz no era especialmente melodiosa, sabía entonar con gracia y al joven le resultaba reconfortante. El muchacho despertaba con ella dormida a su lado, proporcionándole calor en la espalda en las noches frías tan frecuentes en aquellas latitudes. Y pese a que la mujer siempre abandonaba el rincón nada más amanecer para dedicarse a sus tareas, algunas veces le despertaba su sonrisa mientras le acariciaba la frente, quizás para comprobar que no tuviese fiebre o como simple gesto cariñoso.

Sin embargo, cuando el joven hubo recobrado las fuerzas, le instalaron en otra zona de la granja, en una cabaña al lado de la forja lo cual fue un alivio pues la fragua estaba siempre caliente y el calor se expandía por la pequeña construcción. Al poco, él también empezó a colaborar en las tareas, pero sobretodo entretenía a los habitantes con historias de las tierras del sur y no pocas veces se formaban corrillos con las personas más curiosas de aquella peculiar tribu a su alrededor, e incluso hasta bien entrada la noche había gente por la pequeña estancia haciéndole compañía. Casi siempre mujeres, aunque también hombres de cualquier edad le rondaban, curiosos, sorprendidos por las palabras sabias de aquella mente tan joven. Y prácticamente todas las noches, cuando no tenía ningún otro compromiso, la mujer regresaba con él tras trabajar en la forja, y se dormía de tan cansada como estaba mientras él le contaba qué tal había sido su día. Una noche en que ella descansaba con la cabeza apoyada en su hombro, él examinó su rostro bajo la luz de la hoguera, contemplando las cicatrices de diferentes combates y las leves arrugas que se perfilaban en el contorno de los ojos y en las comisuras, tratando de adivinar su edad. En parte le recordaba a su madre, pero conforme la conocía más, se daba cuenta de que era muy diferente. Recordaba a su progenitora, tan sabia pero a la vez subyugada a su padre y resignada a los caprichos del violento monarca. Y no pudo evitar pensar el motivo real que le había traído hasta ahí, la sospecha de que aquella mujer, la misma que dormía plácidamente a su lado, hubiese sido la única persona que le había plantado cara a su padre, el rey, y quizá la causante de su fatal final.

Pero no tenía pruebas. Se había olvidado completamente del asunto, dejándose arropar por aquella gentil y peculiar familia, sin más preocupación que preguntarse si la mujer volvería a su lado cada noche. Pero, ahora, mientras observaba su rostro sereno, recordaba su propio hogar, con todo el caos que la muerte de su padre había generado. Se preguntaba si sus madrinas estarían bien, y cuanto podría aguantar el reino sin un ejército que lo defendiese tras aquella guerra civil en que sus hermanos mayores, herederos directos del monarca, perdiesen la vida a manos el uno del otro.

Se levantó con cuidado de no despertar a la mujer, dejándola recostada frente al fuego, y salió al exterior de la cabaña. El frío era tan cortante que a poco estuvo de entrar de inmediato, mas al levantar la mirada al firmamento, se quedó de pie, observando el cielo limpio, estrellado, con una luna menguante acabada de despertar. Calculó cuanto tiempo llevaba en aquellas tierras y se dio cuenta de que a penas llevaba una marea. Sin embargo, el invierno había avanzado tan rápido que le daba la sensación de haber estado más tiempo.

Cuando la mujer abrió los ojos, se vio sola sobre las pieles que aislaban su cuerpo del suelo. El fiel perro-lobo estaba cerca, también acostado, señalando con el hocico al exterior. Ella cogió su manto de pieles y salió fuera de la cabaña, donde encontró al muchacho de pie, arrebujándose como podía en sus brazos con tan solo su túnica mientras observaba el cielo. Al sentir la mano de ella en su espalda, se sobresaltó ligeramente, pero dejó que le tapase con su propio manto a la par que se entrelazaban en un abrazo, casi de manera inconsciente. Él le transmitió sus preocupaciones por su tierra, y ella contestó que pronto caerían las primeras nieves y que sería un suicidio hacerse a los caminos hasta que no llegase la primera luna de primavera.

Y le preguntó qué hacía allí. Él rumió la respuesta y, tras un largo instante, le respondió que estaba siguiendo la pista del asesino de su padre, y le contó cómo habían encontrado el cadáver río abajo, con el pecho atravesado por una lanza. Ella recordó lo sucedido en la poza, pero no dijo nada sobre aquello al joven. En cambio, le preguntó de nuevo por qué estaba ahí, junto a ella, a lo que él la abrazó tan fuerte que la mujer tenía la cara pegada a su pecho, sin poder ver el semblante del joven, pero sí escuchar su corazón acelerado. Tras pensarlo, él le respondió que la había estado buscando para que le ayudase. Y ella, pese a sospechar los pensamientos del joven, asintió dejando que los brazos de él continuasen rodeándola con tal fuerza que le dolía.

- Pero, antes - dijo ella al cabo de un rato, separándose de él -, te haré una lanza nueva.

Y se fue a su propia cabaña, dejando al muchacho con su manto y con el perro-lobo.


Aquella noche no durmieron juntos, y el joven sintió un temor que no conseguía identificar. Sin embargo, cuando ella le despertó nada más despuntar el alba, con aquella sonrisa de siempre, se disiparon todos sus miedos.

Aquel día se irían al bosque. El muchacho cogió su lanza por primera vez desde que llegase a la granja y se dio cuenta de que el asta estaba fracturada. Aún estaba entera, pero era cuestión de tiempo que, con algún mal golpe, se terminase de quebrar. La mujer le comentó que quedó así tras clavársela al jabalí. El joven, quien no estaba acostumbrado a hacer muestras de fortaleza física, se quedó impresionado por su propia hazaña y no pudo evitar sentir cierto orgullo de sí mismo. Ella sonrió al ver el brillo de satisfacción en sus ojos, y le prestó su propia lanza. Él la sopesó y quedó impresionado por la ligereza a pesar de la punta de metal, mucho más resistente, afilada y cuidada que el de la suya, la cual estaba completamente mellada, con algunas muescas que no estaban ahí antes de enfrentarse al jabalí. Comprendió entonces que su proeza había sido aún más grande de lo que había imaginado y, esta vez, se sonrojó tanto que la mujer estalló en carcajadas. Además, el diseño de la lanza de ella era ligeramente diferente, más estilizado. Él se quedó mirando, ora el metal ora a la mujer, quien soltó una risita mientras se ponía en camino seguida del perro-lobo, y el joven ya no tuvo ninguna duda. Se burlaba de él, estaba seguro, y eso le puso furioso, pero no dijo nada al respecto ni tampoco lo mostró, manteniendo su talante sereno de siempre. Simplemente la siguió por el bosque, tratando de aguantar el ritmo, aunque no le costó demasiado pues ella se detenía cada poco, explicándole cosas sobre los árboles y las plantas y los rastros animales que encontraban. Iba con su arco, el carcaj, un hacha de mano y un cuchillo largo, armas hechas por ella misma, además de una cantimplora de piel y varias bolsas de cuero. Iban a aprovechar la salida para cazar y buscar madera para el palo de la lanza. Él le preguntó si tenía pensada algún tipo, a lo que ella respondió que los dioses y los espíritus del bosque proveerían.

A pesar del frío, el joven estaba en verdad tan contento de estar al aire libre que debía hacer grandes esfuerzos para mantener el enfado. La mujer se había ido aprovisionando de frutos secos y de algún animal pequeño que les sirvió de alimento durante la jornada. El muchacho quedó maravillado cuando ella ensartó a una tórtola en pleno vuelo. Por su parte, él terminó cargando con el hacha y algunas de las bolsas con hierbas y frutos que luego servirían para ampliar la despensa de la granja. Sin embargo, cuando ya empezaba a caer la tarde y estaban de vuelta, el joven empezó a notar el cansancio, además de que no habían conseguido madera para su lanza. En el último alto, después de que la mujer hubiese apretado el paso para volver antes de la noche a la granja, el joven se negó a moverse si ella no le conseguía la madera. Ella se sorprendió porque de repente él mostrara aquella actitud, pero dio un rodeo por la zona, dejando al perro-lobo en su compañía. Tenía presente no sólo la actual constitución del muchacho, si no también su pauta de crecimiento recordando la altura y complexión de su padre, pero ninguna rama le pareció adecuada para él. Sólo un pequeño roble de poca altura podría cumplir con las espectativas, pero le parecía tan joven que le sabía mal cortarlo, por lo que pasó de largo. Sin embargo, cuando regresó con el muchacho, descubrió que éste había desaparecido junto con el perro-lobo. Consiguió rastrearlos y en poco tiempo dio con ellos, siguiéndolos de lejos, como cuando acechaba a una presa. Él hablaba todo el rato en voz alta, como manteniendo una conversación con el animal. Estaba resentido porque ella estuviese jugando con él, engañándole y tomándole el pelo, a la vez que le lanzaba un palo al perro-lobo que el animal le devolvía. Ella no sabía a qué se refería, pero por más que prestaba atención no conseguía entender el hilo de pensamientos del muchacho. Además, nunca antes se había mostrado enfadado, y la mujer empezaba a preocuparse porque le recordaba a su padre, el violento reyezuelo.

El perro-lobo y el joven llegaron justo al lado del pequeño roble. Él aprovechó para apoyarse en el tronco, pues de alguna manera le resultaba menos amenazador que los árboles más grandes, y se dio cuenta de que se había perdido. Mas entonces se giró y vio a la mujer a media docena de metros de donde se encontraba, de brazos cruzados, observando con una sonrisa socarrona. Era obvio que les estaba siguiendo desde hacía tiempo, pero el joven no había sido consciente hasta verla de frente. Él, aún enfadado, no pudo evitar sentir un ligero alivio, pero entonces se preocupó por lo que ella pudiese haber escuchado. Sin embargo, la mujer simplemente le preguntó qué tal el paseo, estando tan cansado. El joven respondió que le pareció buena idea ir avanzando el camino, pues estaba seguro que ella les daría alcance enseguida, como había hecho, y le preguntó si había encontrado su madera mientras se recostaba sobre el tronco del arbolillo, cuya copa se zarandeó. Ella respondió que aún no, pero que no tardaría en encontrar algo mientras miraba caer las pocas hojas del roble. Entonces se oyó un crujido y el joven rodó por el suelo.

Ella se acercó rápidamente al ver que él no se movía, y lo encontró estirado cuan largo era en el suelo, con cara de circunstancias. La mujer le preguntó si se había hecho daño, a lo que el muchacho dijo que no, y entonces ella empezó a reir a carcajadas, asustando a aquellos animalillos que aún no se habían acostumbrado a tal sonido. Él se incorporó, visiblemente molesto, por lo que, en cuanto se recompuso, la mujer le dijo que había encontrado la madera perfecta para su lanza. Le pidió el hacha de mano, a lo que el muchacho se la tendió, ofreciéndole el mango. Sin embargo, cuando vio que ella lo había agarrado, tiró con tal fuerza que la mujer, confiada, trastabilló y sólo bastó ponerle la zancadilla para que cayera sobre él. El joven la cogió, amortiguando en parte la caída, pero luego rodaron por el suelo hasta que él se puso encima.

Durante poco más que un suspiro, él la tuvo inmovilizada. Ella se sintió amenazada hasta el punto de que no dudó en sacar el cuchillo, a pesar de que el muchacho le presionaba el pecho con el peso de su cuerpo, dificultándole la respiración y los movimientos. Sin embargo, al cruzarse la mirada, los ojos furiosos de él se calmaron, aflojando la presión sobre ella pero sin quitarse de encima. La mirada dura de ella, no obstante, se mantuvo un tiempo más, con el cuchillo apuntando a las costillas del joven sin que éste fuera consciente, preparado para clavarse al más leve movimiento de la muñeca.


En qué estaba pensando, ni él mismo lo sabía. De repente le había parecido buena idea darle un susto, pero cuando la tuvo sujeta, algo dentro de él le decía que debía pagar por su crimen. Vio el hacha de soslayo, su filo brillante al alcance. La mujer, debajo suyo, no había ofrecido resistencia cuando habían rodado por el suelo, y ahora le clavaba los ojos. Traicionados, decepcionados, tristes. El joven recobró la compostura. No estaba en su naturaleza matar a sangre fría. Además, ¿cómo hacerle eso a alguien a quien tenía tantísima estima, alguien que le había ayudado y cuidado con tanto esmero y cariño?

El muchacho se recolocó, aflojando la presa de manera que su cuerpo no fuese un impedimento para los movimientos de la mujer, pero se mantuvo encima. Era la primera vez que podía sentir el cuerpo de ella por entero, el calor que irradiaba, y la amalgama de aromas que desprendía su piel y sus cabellos junto con los ropajes de cuero y el sudor le excitaron. No le importaba la edad, ni la condición, ni lograba entender si había un sentimiento más profundo. Simplemente, la deseaba.

La mujer captó todo ello en los ojos del joven, perpleja al sentirse correspondida. Había sido muy consciente de lo que estaba haciendo cada vez que le visitaba por las noches, en cada caricia y en cada abrazo que él le devolvía, pero hasta entonces creía que el muchacho sólo era cariñoso. Ahora veía que algo más había arraigado en su interior, lo mismo que en ella.

Él apartó la mano lejos del hacha, deslizándola hacia las caderas de ella. La mujer sintió cómo el muchacho tanteaba de manera diestra, demasiado para alguien tan joven, buscando un hueco entre las ropas por el que alcanzar su piel. Se sonrió y se dispuso a hacer lo propio, sintiendo el calor bajo el refuerzo de cuero que la protegía y abrigaba conforme recorría el torso fibroso de él, y aunque se resistía a soltar el cuchillo, prácticamente lo había dejado caer cuando el perro-lobo se abalanzó sobre ellos, reclamando la atención. La mujer lo apartó, risueña, y el joven le lanzó un palo que el animal no dudó en perseguir. Entonces ella fue consciente de que el sol tardaría poco en desaparecer por el horizonte y que aún les quedaba un trecho hasta llegar a la granja. Se levantó, azorada, y transmitió su preocupación al muchacho quien clavó la mirada en el filo del cuchillo en la mano de ella antes de que lo enfundara. Y esta visión fue como si le hubiera clavado directamente el arma, pues en ningún momento el joven había sido consciente de que la mujer tenía el cuchillo a mano mientras estaban en el suelo. 

Ella le tendió la mano, pero él únicamente le devolvió una sonrisa sarcástica y se levantó por su propio pie. La mujer se encogió de hombros y, con el hacha, empezó a cortar el resto de corteza que quedaba de la unión del tronco, limpiándolo de ramas hasta que le quedó únicamente la parte gruesa. Lo cargaron entre los dos hasta la granja, a donde llegaron entrada ya la noche.

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