Aquel chico esbelto de las muletas le llamó la atención. Tendría unos 3 o 4 años más que ella, 5 a lo sumo, y le pareció un imbécil cuando se quedó frente a la puerta de la tienda de arte, como indeciso si entrar o no, aunque cuando le sonrió antes de abrir la puerta del local le resultó suficientemente mono como para plantearse tener algo con él si tuviese otra ocasión. Pero no hoy, no ahora; tenía un mal día desde el momento en que descubriese que entre los regalos no se encontraba el móvil último modelo que había pedido a sus padres. Parecía que el castigo por sacar malas notas iba en serio, sobretodo porque habían bloqueado su tarjeta de crédito esa misma mañana. Iba a ser el hazmerreír en clase si no conseguía el puto cacharro esa misma tarde, pero no se le ocurría nada. Los dos capullos que le acompañaban le habían dicho que le prestarían el dinero del aguinaldo a cambio de "algún favorcillo", pero aún así no llegaba al valor del smartphone que quería.
Después de un buen rato contemplando como sus amigos hacían el gilipollas, vio al chico salir de la tienda y se fijó de nuevo en él. Sus ropas oscuras y holgadas le daban un aspecto siniestro que se le antojaba interesante, sobretodo porque éstas eran caras y de buena calidad. Pero lo que le llamó la atención fue cómo distribuía con parsimonia el dinero del cambio en la cartera, con billetes de cifras y colores diversos de cuya existencia ella sabía por haberlos visto en muy contadas ocasiones. Miró ora al joven, ora a sus amigos, ora a las muletas, y se le ocurrió que le sería muy fácil pedirle un pequeño préstamo.
Siguió con la mirada como el chico iniciaba la marcha tras guardarse la cartera en el forro de la chaqueta de cuero, avanzando lentamente hasta girar una calle. Espabiló a sus amigos con un seco "seguidme" y tomaron la misma dirección mientras explicaba su plan a sus compañeros a lo que ellos rieron con poco disimulo, ávidos de violentas travesuras. Tardaron poco en estar a la zaga del joven, manteniendo una distancia prudencial para que no les detectara, mientras él seguía por calles cada vez menos transitadas hasta meterse en un conjunto de callejones mal iluminados. Ella no cabía en sí de gozo al percatarse de que el asalto les sería aún más fácil de lo que había pensado.
Al cabo de unos minutos, el joven de las muletas se detuvo en la calleja más lúgubre y abandonada que habían visto hasta entonces. Parecía incomodarle la mochila, y ella se fijó también de que se dolía de la rodilla.
- ¿Podemos ayudarte? - dijo ella, acercándose con actitud tierna hacia él.
- Esa mochila parece pesada - dijo uno de sus amigos amigablemente, adelantándose también -. Si quieres te la llevo un rato…
El joven se los quedó mirando con unos ojos aún más oscuros y profundos debido a la penumbra de aquel rincón. Durante unos instantes, unas centésimas de segundo, a ella le dio la impresión de que él los examinaba. No, los tanteaba. Tantear tampoco… No lograba encontrar las palabras que describían aquella mirada, pero si no fuera por su apariencia humana, ella hubiese dicho que los estudiaba cual predador evalúa antes a una presa, como para saber si vale la pena echársele encima. Y no tuvo claro si el escalofrío que la recorrió entera era de alerta por peligro, o por repentina atracción. Pero el chico volvió a sonreír, afable, como antes de entrar en la tienda, y la sensación desapareció.
- No hace falta, de verdad. Estoy cerca de casa - respondió, mirando alrededor, como tratando de orientarse.
- ¿De veras? - dijo el último miembro del grupo - Cualquiera diría que te has perdido.
En una maniobra conjunta no estudiada, los tres le rodearon. Era totalmente visible que no tenía escapatoria.
- ¿No deberíais estar en casa con vuestras familias? - preguntó el joven.
- Oh… No te preocupes - respondió ella, adelantándose aún más, con voz zalamera -. Ya somos lo bastante mayores para ir solitos por la calle.
- Lamento si os he ofendido, entonces - contestó él con una leve inclinación de cabeza -. Creía que erais críos de instituto.
- Sólo repetidores - dijo uno de los chicos -, pero con los 18 bien cumplidos.
La leve sonrisa socarrona del joven se acentuó, para desconcierto de la chica y sus amigos. Con insólita calma, cogió las muletas con una mano y se descargó con soltura la mochila de los hombros, sujetándola como si fuera un liviano cojín.
- Pues si tanto queréis ayudarme - respondió alegre alzándose de hombros -, os lo agradezco.
Y acto seguido estampó la mochila en el pecho del chico que tenía más cerca, de tal manera que éste dio con la cabeza contra la pared. El otro muchacho hizo amago de abalanzarse cuando el joven le golpeó con fuerza con una de las muletas por detrás de las rodillas, haciéndole caer limpiamente al suelo. Y antes de que ella pudiera reaccionar, el desconocido la cogió por el cuello de la chaqueta, dándole la vuelta hasta estar a sus espaldas, el brazo de él aferrándole los hombros mientras el otro la sujeta por la cintura.
- Qué amables sois los jóvenes de hoy en día… - dijo él.
Lo siguiente que ella sintió fue un agudo dolor en el cuello que duró un instante mientras él la atenazaba pero sin hacerle más daño, para luego sentir que se le iban las fuerzas a la vez que la dejaban caer suavemente en el frío y sucio suelo.
Fedre avanzó por las calles más despacio de lo que le hubiese gustado.
Pensaba que tendría una temporada tranquila para dedicarse a sus proyectos artísticos cuando su agente le pidió unos días libres por asuntos familiares. Rara vez su lacaya hacía tal petición, sólo en épocas muy concretas como en la que estaban. Y él accedió como una forma de recompensar su eficiencia. Además, la mayor parte de editoriales hacían vacaciones por lo que consideró oportuno darle ese breve descanso. Incluso si ella no estaba, seguía siendo muy capaz de arreglárselas para llevar a cabo pequeños asuntos mundanos, como conseguir el material que necesitaba por su cuenta.
Con lo que no había contado era con la accidentada mudanza de Jofre justo el día anterior. Recordó tarde que no todos sus congéneres tenían las mismas capacidades cuando, inconscientemente, le pasó el pesado armario a su compañero francés. A éste se le resbaló por el peso cayendo escaleras abajo, encima de Fedre por mucho que intentase esquivarlo, y clavándose una de las esquinas en la rodilla, reventándosela literalmente. Algunos de los suyos tenían la capacidad de aumentar su resistencia contra el daño físico, pero así como uno no tenía fuerza sobrehumana, el otro tampoco tenía la piel de acero.
El resultado fue de comedia de serie Z: con la pierna abierta, Fedre trató de ocultar la sangre y las astillas óseas esparcidas entre los escalones mientras mantenía la mirada con una sonrisa afable, a pesar del dolor, en la vecina que había salido alarmada al oír el estruendo. Prácticamente había conseguido mantenerla absorta para hacerle olvidar lo que estaba viendo, cuando los chicos de Billy aparecieron, desplazando el armario con tan mal tino que soltaron la cuerda que sujetaba las puertas. Enseres médicos de diversas épocas que recordaban más a instrumentos de tortura que a herramientas quirúrgicas, se desparramaron por el vestíbulo ensuciándose de la sangre derramada cuando otro vecino encendió la luz del edificio, iluminando aún más la ya colorida escena. A Fedre le costó un par de horas hacer olvidar a los testigos lo que habían visto, y eso antes de que el buen doctor pudiera atender su pierna.
En circunstancias normales no le hubiese molestado darse un paseo por la ciudad, pero con la rodilla aún a medio reconstruir las cosas cambiaban. Tras pelearse, en balde, con el ordenador para hacer el encargo, tuvo que desistir y optó por hacer la compra personalmente. Y en ello estaba ahora, aprovechando que anochecía más temprano. Recorrió un par de manzanas con la ayuda de las muletas que Jofre le había proporcionado como último favor antes de marcharse, hasta encontrar la tienda de arte donde normalmente encargaba el material. Estaba cerca del refugio, pero aún así el trayecto se le había hecho largo. Además, las calles atiborradas de gente haciendo las últimas compras entorpecía su marcha.
Pero al fin llegó a la tienda. Se plantó a un par de metros de la puerta de vidrio, mirando el escaparate y cómo la disposición del viejo y cuidado mobiliario apenas había variado en décadas. No pudo evitar una leve sonrisa de nostalgia mientras revisaba el interior de la tienda desde su posición, comprobando que no habían cámaras de seguridad y que a lo sumo habían instalado lectores de códigos de barra en algunos estantes. Y mientras se disponía a entrar, se percató de que en el portal contiguo había un grupo de chavales riendo. Por su comportamiento, parecían pandilleros, pero sus ropas caras le daban a entender que eran de buena familia. De hecho, parecían un poco fuera de lugar en esa zona. Cierto era que aquel no era un barrio hostil para aquel comportamiento, pero tampoco se trataba de uno de aquellos distritos pijos de la zona alta de la ciudad, más propias de aquellas ropas por lo que Fedre dedujo que estaban lejos de su área habitual. Y la chica del grupo le examinaba. Le dio la sensación de que quizá sería la cabeza pensante, pero no le prestó más atención y sólo le dedicó una sonrisa a modo de saludo cuando abría la puerta. Ella giró la cara con un mohín de desdén.
Nada más traspasar el umbral, la amalgama de aromas de acrílicos, acuarelas, tintas y demás líquidos dedicados a la pintura le dieron la bienvenida. Sabía que había sido un acierto madrugar un poco, pues aún le quedaba tiempo antes del cierre para recorrer toda la tienda, y lo aprovechó. En realidad sólo necesitaba papel vegetal y un nuevo set de rotuladores calibrados, pero se perdió entre las estanterías y, para cuando hubo recorrido todo, descubrió que tenía el carrito lleno. Ahora recordaba por qué encargaba a su agente el aprovisionamiento de material, sobretodo cuando llegó al mostrador para pagar. Hacía tiempo que dominaba la nueva moneda, pero por mucho que lo intentase no había manera de hacer funcionar las tarjetas por lo que siempre llevaba metálico; aunque quizá demasiado, a juzgar por la cara de la dependienta cuando le vio sacar un par de billetes de tres cifras.
- Antes he de… esto… pasar el material por el sistema - dijo la mujer.
- Sí, claro, disculpa.
Fedre le pasó el carrito por encima del mostrador. La dependienta lo cogió, confiada por la ligereza con que él lo había levantado, cuando se percató de que pesaba demasiado para ella y a punto estuvo de caerle encima si Fedre no hubiese sido lo suficientemente rápido.
- Sí que estoy floja hoy… Será el estrés de estas fechas… - dijo la mujer cuando él tomó de nuevo el carrito.
- Perdona, a veces me olvido de que soy… bastante fuerte - respondió Fedre dejando el carrito entre las muletas.
- ¿Ya podrás llevarte todo? - preguntó la dependienta mientras pasaba los productos por el lector de uno en uno.
- Para eso he traído la mochila - respondió a la vez que iba metiendo material.
Al final no pudo entrar todo en la mochila y la dependienta le preparó el resto en varias bolsas de papel. Fedre se veía capaz de cargarlo todo, pero dudaba de la resistencia de las bolsas, además de que resultaría demasiado sospechoso con las muletas. Encargó que se lo guardasen, que ya enviaría a alguien a por ello en unos días si él no podía pasarse, y se despidió de la dependienta deseandole felices fiestas. Mientras salía por la puerta, aún guardando el cambio en la cartera a la vez que sujetaba las muletas bajo la axila, vio que la pandilla de chavales seguían en el portal. La chica le seguía mirando, pero ya no lo hacía con desdén si no con interés. Fedre les ignoró y, sin prisas, terminó de colocar los billetes en la cartera tras lo cual la guardó, y avanzó despacio por la calle. No sólo se le resentía la rodilla por el peso de la mochila, si no que además quería ver si aquellos tres habían picado.
Y vaya si lo habían hecho…
La chica se quedó con los ojos medio abiertos conforme la depositó en el suelo. Sentía su sangre cálida fluir por la garganta hasta el pecho a la vez que notaba las partes heridas de su cuerpo desentumecerse. Pero cuando trató de concentrarse en curarse la rodilla, el chico al que había hecho caer con la muleta se incorporó. Tras unos segundos de indecisión en que no sabía si iba a ayudar a su amiga, a abalanzarse sobre él o a echar a correr, el crío giró en redondo para salir del callejón. Manteniendo su posición, inmóvil, sus ojos pardos se oscurecieron aún más al dilatarse sus pupilas, y las sombras se volvieron tangibles a su alrededor, envolviéndole. Los fantasmas le seguían rondando, pero fue lo suficientemente rápido a la hora de transformar la silueta oscura a los pies del muchacho en un tentáculo que le atenazó los pies, arrastrándole de vuelta mientras Fedre volvía en sí. El chico se giró en redondo, tratando de golpearle con los puños asustado, pero Fedre lo dejó semiinconsciente de un puñetazo. Le hizo una presa desde el suelo y alcanzó su cuello, hundiendo sus colmillos en la carótida.
Sorbió hasta que notó el pulso del chico ralentizarse, pero manteniéndose firme. Fue suficiente para Fedre, quien se tomó su tiempo para hacer que la reserva de sangre curara la rodilla, notando como el hueso se desarrollaba de nuevo. Los tejidos y nervios se reparaban a marchas forzadas durante dolorosos minutos en los que tuvo que reprimir varias veces un alarido. Pero al fin el suplicio terminó y se levantó, aún tambaleándose hasta que se acostumbró a la pierna curada. Sin embargo, las dos tomas no habían sido suficientes por lo que se acercó al tercer muchacho, quien empezaba a espabilarse. Fedre se acuclilló a su lado, tapando con su cuerpo a los otros dos y no le costó esfuerzo alimentarse de éste.
Y con ello dio por finalizada su cena. Comprobó que los tres seguían vivos y más o menos conscientes, y les dedicó a cada uno una de sus miradas olvidadizas. Reservó a la chica para el final, y mientras la ayudaba a apoyarse en la pared junto con sus amigos, rebuscó en sus bolsillos hasta dar con su teléfono.
- Llama a emergencias - le ordenó con voz tranquila mientras le sujetaba la mandíbula suavemente para mantener el contacto visual.
- Sí… - logró responder ella.
La chica hizo caso inmediatamente, mientras hacía grandes esfuerzos por mantenerse serena. Fedre consiguió escuchar como daba torpes indicaciones a su interlocutor cuando se puso la mochila de nuevo a la espalda y cogía las muletas. Una de ellas se había doblado un poco por lo que, agarrándola por ambos extremos manteniéndose de espaldas al trío, la enderezó con bastante acierto antes de salir por el otro extremo del callejón.
No habían pasado ni diez minutos cuando, desde otra manzana, escuchó las sirenas de un par de ambulancias acercarse a la zona que acababa de abandonar. Sonrió, satisfecho por no haber sido demasiado cabrón con los chavales, e inició de nuevo la marcha hacia su refugio. Sostenía las muletas con una mano cuando vio yendo hacia él a un viejo vecino, moviéndose despacio sujeto a la pared como le había visto hacer otras veces.
- Buenas noches - lo saludó Fedre.
El anciano le dedicó una leve inclinación de cabeza como saludo, y Fedre se dio cuenta de que tenía frío. Iba a pasar de largo cuando se le ocurrió una idea.
- ¿No debería estar con su familia? - preguntó.
- A eso voy, pero las piernas no me responden como me gustaría - respondió el anciano.
- Quizá le ayuden - dijo Fedre, y le tendió las muletas.
- ¿Y esto? - preguntó el hombre, confuso.
- He pensado que le irían bien.
El anciano las cogió y las probó, acomodándose a los reposabrazos y dio unos pasos, primero indecisos pero luego más seguros.
- ¿Seguro que no las quieres?
- Quédeselas - respondió Fedre -. Con suerte no las voy a necesitar.
- Pues muchas gracias, oye. Para que luego digan que la gente joven no ayuda…
“Ni que lo diga”, se sonrió Fedre. Se despidió del vecino deseándole felices fiestas y, en su fuero interno, reconoció que en el fondo era un sensiblero, sobretodo en estas fechas.
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