Había una vez una casa bastante pequeña por fuera. Por dentro, no obstante, era más espaciosa de lo que parecía, mas tenía tantas y tantas cosas acumuladas en su interior que moverse entre ellas era… complicado. Además, la persona anfitriona que en ella vivía solía mover de sitio todas las cosas cada poco tiempo, dependiendo de las circunstancias del momento.
Aunque llegaba suficiente claridad del exterior a través de las ventanas, muchas veces la luz encontraba impedimentos para iluminar todo el interior a causa de todas las cosas que se iban acumulando. Por ello, en su corazón ardía un gran fuego en una preciosa chimenea central, que iluminaba allí donde la luz del exterior no llegaba. De hecho, podía ser tan potente que lograba iluminar el exterior cuando había oscuridad, distinguiéndose desde gran distancia.
Pero había que tener mucho cuidado con este fuego… A veces sucedía que habían tantas cosas rodeando la chimenea, que se quedaba sin oxígeno y ardía con unas pocas llamas que a penas podían iluminar. No obstante, cuando eso sucedía, la anfitriona quitaba todo aquello que estorbaba y lo reutilizaba como combustible para alimentar el hogar. Entonces el fuego ardía con tanta energía que podía quemar aquello demasiado cercano a él. Y siempre estaba el riesgo de que se descontrolara con los fuertes golpes de viento que a veces se colaban a través de las ventanas y la puerta abiertas cuando había visita. Porque la casa tenía muchas ventanas, muy grandes, y tanto éstas como la puerta pocas veces se cerraban; y, si lo estaban, nunca era con pestillo.
En realidad, era muy fácil entrar y salir de la casa. Muchas personas se asomaban por las ventanas a saludar, ora curiosas ora impresionadas por el fuego. Mas, una vez dentro, pocas visitantes se atrevían a ir más allá del umbral. Por un lado, las cosas acumuladas de la casa mantenían una barrera de ominosas sombras que parecían en movimiento por la oscilación de las llamas, y poca gente era capaz de ver otra cosa que las amenazantes sombras. Por otro lado, el propio fuego solía asustar a aquellas personas que se le acercaban demasiado, pues tal podía ser su potencia que mucha gente invitada terminaba huyendo por miedo a quemarse. Otras veces, no obstante, el fuego a penas conseguía iluminar el corazón de la casa y ello hacía que algunas personas se sintiesen defraudadas. Fuese por una cosa u otra, las invitadas al hogar marchaban, a veces por un tiempo, pero con demasiada frecuencia para siempre. No obstante, para aquellas personas que se atrevían a traspasar la barrera de sombras, había varios pasillos accesibles hacia el hogar. Y, si lograban superar el susto inicial de aquel potente fuego, en realidad no era demasiado difícil acostumbrarse a él. Además, si en algún momento les parecía apabullante, siempre podían alejarse un poco, e incluso salir de la casa, hasta que necesitasen su calor de nuevo.
Ocurrió que, en un momento dado, una de las vigas de la casa se resintió y la estabilidad del edificio se vio amenazada. Algunas de las cosas, apiladas en precario equilibrio desde hacía tiempo, terminaron cayendo justo encima de la chimenea y a punto estuvieron de ahogar el fuego. Para cuando la anfitriona pudo despejar la zona, las llamas pillaron de improviso a una de las personas invitadas y, aunque en realidad no le tocaron, ésta marchó bruscamente de la casa, pues hacía tiempo que estaba incómoda con la potencia del fuego. El caso es que dio tal portazo al salir, que la puerta quedó desencajada de las bisagras. Y era tan complicado mantenerla cerrada, que las ráfagas de viento se colaron provocando que las ya por entonces agotadas llamas se debilitasen aún más.
Por más que la anfitriona se pusiera manos a la obra en reparar la puerta, debía ocuparse del fuego así como del resto de cosas para que no ahogaran del todo las llamas ni molestasen al resto de invitadas que le ayudaban a mantenerlo. Y en ello estaba cuando dio la casualidad de que alguien pasaba por ahí. Aunque había visto el resplandor, en esos momentos ténue, del interior de la casita, su atención estaba puesta en la puerta rota. Cuando la anfitriona la vio justo en el umbral de la casa, trasteando las bisagras, pensó que quizás aquella visitante había tenido alguna experiencia con puertas dañadas. Sin embargo, sabía que sólo ella, como anfitriona, podía reparar la puerta de su casa, nadie más, así que se acercó a la azarosa visitante y le invitó a pasar. Si quería ayudarle realmente, podría mantener el fuego como el resto de invitadas que visitaban el hogar.
La recién llegada dejó que la anfitriona le acomodara junto al fuego. Sin embargo, a penas las llamas fueron recuperando energía, la visitante regresó junto a la entrada donde la anfitriona seguía en las tareas de reparación. Había conseguido arreglar la puerta en parte y, pese que aún no encajaba del todo, al menos se podía cerrar. Por ello, la visitante se quedó dando indicaciones a la anfitriona de cómo tenía que proceder, a lo que la anfitriona hacía en verdad poco caso. Sin embargo, le gustaba escuchar a aquella persona, cómo parecía preocupada por la casa, aunque detestaba cuando, cada poco, la visitante la apartaba, le hacía mirar fíjamente la puerta y le preguntaba cómo la veía. "¿Bien?", respondía la anfitriona, confusa por la petición; sabía que estaba haciendo un buen trabajo, pero entonces la visitante le volvía a dar indicaciones que normalmente le resultaban poco útiles, pues los problemas de los que le hablaba pocas veces podían aplicarse a aquella situación. Muchos coincidían, sí, pero era algo que la casa había superado muchos años atrás y la anfitriona ya tenía experiencia en ellos, y otros eran casos que no habían afectado en nada por el tipo de estructura del edificio. Y, sin embargo, la visitante se empecinaba en volver una y otra vez a ellos. Mientras, la anfitriona trataba de llevarla de nuevo junto al hogar una y otra vez, mas la recién llegada esquivaba los intentos de la anfitriona.
Además, sin tantas corrientes de aire, las llamas habían recuperando su potencia lo que abrumaba cada vez más a la visitante quien no terminaba de decidirse, pues quería seguir ayudando en aquella casa. Y así fue que, en vez de desaparecer como tantas otras personas antes, cada vez que visitaba la casa se quedaba justo entre las jambas, sin entrar, pero permaneciendo ahí mucho rato. De esta manera seguía dentro del edificio, creyendo que podía ayudar a la anfitriona con la puerta sin que el fuego le molestase. Sin embargo, no se daba cuenta de que la entrada se mantenía demasiado tiempo abierta y el viento se colaba de nuevo haciendo que las llamas se descontrolasen. Y, así, el fuego ardía caóticamente mientras tanto, incomodando al resto de invitadas pues el calor les llegaba de manera desigual e incluso a alguna le había quemado.
La anfitriona trató de mover a la recién llegada, tirando de ella hacia el interior. Pero el fuego seguía ardiendo demasiado para su gusto, por lo que se soltó y volvió junto a la puerta. Entonces la anfitriona optó por empujarla hacia fuera para que se apartara y poder cerrar, pero la visitante insistió en quedarse para ayudar a reparar la puerta del todo. El problema era que sólo la anfitriona podía hacerlo y, pese a que quería que la recién llegada se quedara, su labor era la de cuidar del fuego a lo que la visitante se negaba. Además, mantenía a la anfitriona tan ocupada que ésta estaba descuidando el resto de cosas, al resto de invitadas, y al propio hogar.
Quien narraba la historia se quedó en silencio. Parecía haber terminado el relato.
- ¿No hay más? - preguntó quien escuchaba - ¿Ese es el fin?
- Depende de si la persona se queda o si se marcha. Si se queda, puede ayudar a mantener el fuego estable junto con el resto de invitadas, para que la anfitriona pueda reparar la puerta mientras tanto, aunque para ello tendrá que acostumbrarse al calor. Si se marcha, la anfitriona no deberá preocuparse más por el viento y, con el tiempo, podrá reparar del todo la entrada.
- ¿Y no habría una tercera opción?
- ¿Qué sugieres?
- Quizá la visitante pueda irse, por un tiempo, para ocuparse de sus propios asuntos. Así dejaría a la anfitriona tranquila para que arregle la puerta y podría visitarla más adelante… Porque has dicho que las invitadas pueden marcharse.
- Sí, claro. Todo el mundo tiene asuntos propios que atender, y tienen sus propias casas. Cada invitada se puede marchar. Y siempre pueden volver, aunque para algunas personas el camino de regreso junto al fuego quizá sea distinto.
- Pero siempre habría una manera de acceder, ¿no?
Quien narraba la historia sonrió con tristeza, encogiéndose de hombros.
- Siempre es mucho tiempo. La cuestión es cómo aprovecharlo.
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